La arquitectura francesa se ha distinguido desde hace tiempo por la posición central que ocupan en ella la vivienda popular y la construcción de equipamientos sociales. Debido a estos orígenes, con frecuencia se ve marcada aún por la progresía social, un cierto rigorismo y el uso predominante del hormigón, armado, por mucho que desde hace unos años se haya visto atravesada -a consecuencia de las grandes obras parisienses y en aras de la rivalidad económico-política entre ciudades y regiones- por una oleada sin precedentes de estética comunicante, sometida a los valores del marketing y a la imagen de marca, y que busca expresar dinamismo y originalidad.
De ahí el enfrentamiento a muerte entre los partidarios del espacio moderno tradicional, que anhelan el juego de frescas luces solares sobre volúmenes sólidos, macizos y más bien calmados, y los de las corrientes innovadoras, que aspiran a una estética del cambio, de la ligereza, de la expresividad y de la transparencia. Son dos actitudes antagónicas que todo lo dividen: la filosofía del mundo, la práctica profesional y la expresión plástica.
Henri Ciriani es uno de los más intransigentes adalides del primer bando. El que, por diversas razones, se haya visto condenado desde su llegada a Francia en 1964 a construir "para el pueblo" le ha otorgado una reputación de arquitecto de periferias o de barrios de ciudades nuevas, social, duro y doctrinario. Más he aquí que ahora nos entrega un museo que podría modificar sensiblemente la idea simplista que muchos de sus contemporáneos se han hecho de él.
El edificio conmemorativo de Péronne ha sido inaugurado este verano en presencia de Ernst Jünger. Se trata de un edificio destinado a recordar la batalla del Somme, una de las más terribles de la I Guerra Mundial: más de un millón de bajas producidas durante el verano y el otoño de 1916 por un avance del frente de apenas dos kilómetros. En Tormentas de acero, Jünger había descrito esta “orgía de destrucción” y narrado la tragedia del pueblo de Guillmont, de tal forma arrasado que no quedaba más que una “mancha blanquecina entre los cráteres de los obuses”, señalando aún “el lugar donde la caliza de sus casas se había acumulado”, y más lejos, “el bosque de Delville, convertido en virutas”.
Objetos de guerra
Este edificio no es un museo de la guerra, sino una especie de monumento etnográfico de los tiempos de guerra. No se refiere más que en una parte ínfima a las cuestiones de estrategia y de armamento, y no muestra las banderas ni los grandes planos de batallas a los que en general se está acostumbrado, sino que expone colecciones íntimas de objetos cotidianos que ayudan a comprender las mentalidades de los pueblos involucrados en el conflicto. Colecciones de objetos menudos, por tanto, carentes del lirismo de las estatuas conmemorativas. Uniformes, cantimploras, material médico, algunas armas, libros, carteles y postales, recuerdos del frente esculpidos en carcasas de obús y gran cantidad de documentos filmados.
Según los términos del concurso convocado hace cinco años, Henri Ciriani tenía que alojar estos testimonios modestos en un edificio que había de construirse entre los antiguos fosos convertidos en un estanque de agua espesa y muy verde, flanqueado de sauces llorones, y un viejo castillo amurallado, cuyos gruesos muros de piedra y fábrica muestran aún grandes heridas redondas que dejan escapar terraplenes de tierras cretáceas y por entre las cuales penetran las raíces de los fresnos.
Al construir en Péronne, en este emplazamiento más bien romántico, uno de los edificios más serenos que se puedan concebir, no es la guerra lo que ha buscado expresar, sino la paz, al menos la paz grave y silenciosa propia de los cementerios y las capillas.
Sombra sobre el agua
Se trata por otra parte, de un edificio paradójico por el hecho de que su bella fachada serena, salpicada regularmente por pequeños cilindros de mármol blanco cuya sombra arrojada acentúa el movimiento curvo, es una fachada trasera. La estabilidad, los reflejos en el agua del estanque, el voladizo, las leves dislocaciones de los volúmenes de aristas recortadas, el ángulo de hormigón claro y los esbeltos pilares establecen una larga horizontal, una fuerte línea de sombra sobre el estanque, en cuyas aguas se contempla el edificio.
Desde la ciudad se accede por el otro lado, a través de un túnel umbrío y abovedado abierto entre las torres de ladrillo de la vieja fortaleza. El patio de ésta, irregular, se ha rehundido para formar un anfiteatro, con dos tilos sobre un talud de césped. Enfrente, la fachada erosionada del viejo castillo se muestra ahora desnuda, sólida, como un filtro de ladrillo y piedra gastada. En una esquina, una rampa curvilínea lleva a la entrada de vidrio y de hormigón bellamente recortada, de una hermosa geometría moderna.
Después de atravesar un corredor de mármol blanco se llega al nuevo edificio, a la planta superior, como lo indican las vistas desde lo alto creadas por el arquitecto por medio de ventanales bajos y alargados. Una de las particularidades de este edificio (bastante introvertido y sin embargo notablemente claro) es el uso abstracto, plástico, que se ha hecho en él de las luces y las vistas. Las praderas y el agua quedan encuadradas como manteles verdes, no como un paisaje. Los antiguos muros de ladrillo a los cuales se abrazan las nuevas salas de exposiciones están allí para reflejar una luz atenuada y matizada, una luz que una gran falla intermedia, varios lucernarios situados aquí y allá y un sistema de iluminación sofisticado (y sin embargo discreto) controlan a la perfección.
Hay en ello todo un arte de la planta y de la sección, desprovisto de grandilocuencia, que testimonia un poco frecuente dominio del ambiente y establece una sutil continuidad de atmósferas. Y, sin duda, existe también una voluntad de desarrollar los espacios interiores (poco apreciables en fachada) bajo la forma de un itinerario muy articulado que busca privilegiar ciertos puntos de vista, como otras tantas etapas de la promenade architecturale.
La sacralización del espacio es el valor supremo para Henri Ciriani, que ve en él el objeto principal de su trabajo y la mejor vía de acceso al bienestar arquitectónico. Una cierta dulzura baña el conjunto; las superficies de hormigón son bellas, ásperas pero muy tersas, sin expresividad ni vehemencia. Y esto distingue aún más a Henri Ciriani de muchos de sus colegas franceses que, por el contrario, buscan hoy sin cesar una vivacidad y una singularidad que parece constituir para ellos el sello mismo del vanguardismo.
Esta recordatorio de la Gran Guerra es la ocasión para una arquitectura apaciguada, expresada mediante un lenguaje plástico fuerte y despojado, en el que se dan soluciones de gran elegancia, como en el tratamiento de la entrada o en las cajas de ascensores, y momentos curiosos como es doble pilar extraño e inclinado que sostiene una de las esquinas del edificio y que Ciriani denomina ‘el Brasileño’, recuerdo tal vez de una sensualidad latinoamericana que sus contemporáneos casi no practican, ocupados como están en expresar en cualquier ocasión el dinamismo. Cuando todo se agita al menos pretexto, son una bendición estos momentos de calma.
Artículo de François Chaslin en el número 30 de la revista Arquitectura Viva de Mayo-junio 1993